Todos anhelamos, en algún lugar de nuestro corazón, un mundo unido, un intercambio con nuestros pares, vivir una vida en armonía para nosotros, para nuestra familia, para las próximas generaciones, relacionarnos en paz, siendo éstos los términos universales cuya esencia forman la base de la civilización humana.
Ahora imagina que, si en lugar de considerarlo una utopía, tuviera el impacto merecido, al educar para ello, al construir y cooperar para ello, y de este modo, estarlo creando. Imagina si las conversaciones, las conferencias y los foros estuvieran enfocados en aportar cambios concretos y en crear unidad entre los seres humanos, donde los conflictos se vieran disminuidos, donde la disparidad social fuera mínima y, lo más importante, donde se creara un mundo en el cual la humanidad no fuera limitada por frontera alguna.
Las personas alrededor del mundo que estén comprometidas con la causa de crear un foco de unidad mundial direccionado hacia la paz, el amor y la dicha, inevitablemente lo tendrán que hacer desde un lugar interno que experimente exactamente aquello que busca lograr en lo externo.
Es con este foco, anticipando el porvenir de una nueva era que busca invocar el espíritu de unidad entre todos los seres humanos para reconocernos como “ciudadanos globales”, que debemos comenzar comprendiéndonos a nosotros mismos.
Quisiera compartir un cuento de un padre y su hijo, que he escuchado muchas veces pero que aún me conmueve por su simplicidad. Como padres, casi todos nos sentimos con el deber de pasar tiempo con nuestros hijos, pero a menudo la presión de la vida diaria nos impide hacerlo:
Un padre vuelve a casa y su hijo se le acerca para jugar con él. Agotado después de un largo día en el trabajo pero sin querer decepcionar a su hijo, piensa en algo para que el chico se entretenga un rato. Saca un mapa del mundo que aparece en una revista y lo rompe en pedacitos, se los da a su hijo y le dice: “Arréglame este mapa y cuando hayas terminado, prometo jugar contigo”. Sabiendo que su hijo de seis años no conoce nada de geografía, el padre está seguro que la tarea le llevará al chico un par de horas. Sin embargo, en menos de diez minutos, el niño vuelve con el mapa mundial perfectamente compuesto. Asombrado, el padre le pregunta cómo logró arreglarlo tan rápidamente. El niño simplemente le contesta: “Papi, detrás del dibujo del mundo, había una foto de un niño, y yo sé como son los niños. Entonces, cuando rearmé al niño, el mundo automáticamente se arregló.”
Para mí, el conocernos y amarnos a nosotros mismos, el vivir en dicha plena y amor incondicional, es ese “arreglarnos”, ese lugar en que la armonía brilla e irradia. Te invito a este encuentro que está más cerca de lo que imaginas: un movimiento hacia tu interior. ¿Te animas?
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