jueves, 20 de octubre de 2011

ACLARANDO NUESTRA PERCEPCION Y RECUPERANDO LA INOCENCIA DEL CORAZON. Por ISHA


Cuando nuestra percepción recupera su natural claridad y revivimos la inocencia dichosa que teníamos cuando niños, nuevamente experimentamos nuestra verdadera naturaleza: dicha, paz y silencio.

Al expandir nuestra experiencia interna, empezamos a percibir el Universo en su verdadera magnificencia, en lugar de ver todo a través de los conceptos, etiquetas y cajas que hemos adoptado a lo largo de nuestras vidas. 

Comenzamos a relacionarnos y a responder a nuestro entorno desde el profundo silencio que estamos descubriendo dentro. 

Esta conciencia irradia hacia todo, impregnando cada aspecto de nuestra experiencia humana. Vemos todo más inocentemente, sin compararlo con lo que ha sido antes. 

En lugar de ver el nombre de las cosas, las vemos como realmente son. 

En lugar de ver lo que percibimos como “el océano”, vemos la inmensidad rugiente y avasalladora de su presencia. 

Cuando comenzamos sentir esto por momentos, aunque el afuera siga teniendo su imán de atracción, y nos enganchemos en los pensamientos y emociones, comenzamos a sentir más y más bienestar en este espacio interior y nos invita a cultivarlo, y crece más y más. Pero a medida que nos anclamos más en la experiencia interna, resulta cada vez más difícil para las distracciones del intelecto sacarnos de nuestra experiencia interna de paz. 

Esta experiencia nos lleva a sentir, que el mundo no es como lo habían visto siempre, y este descubrimiento es impresionante. A medida que tu vieja forma de ver la vida cambia, comienzas a liberarte de la enmarañada red del intelecto. Te encuentras cortando sin esfuerzo la rama de tus miedos pasados y de tus dudas sobre el futuro. 

Y te comparto una historia que claramente te transmite este aprendizaje.
Había una vez un rey que amaba a su pueblo y acostumbraba disfrazarse como un mendigo para poder observar las vidas de sus súbditos sin ser reconocido. 

Un día notó a un joven sentado junto a la fuente de una plaza, con la mirada perdida en la distancia en serena contemplación. Se acercó al joven y le preguntó qué hacía. Volviendo su mirada hacia el rey disfrazado, le respondió, con los ojos tan llenos de amor que el rey se sintió sobrecogido: “Estoy observando mi reino”. Aunque esta respuesta normalmente habría sido una gran ofensa para el monarca – después de todo, era su reino, no el del chico–, él se sintió tan conmovido por la profunda presencia del joven que no supo cómo responder. Dio vuelta y regresó apresurado al castillo en total desconcierto. 

En los días siguientes, el rey se aseguró de visitar siempre al joven durante sus viajes al pueblo. Cada vez que lo veía, le hacía la misma pregunta, y cada vez recibía la misma mirada de profunda paz e inocente amor, y la misma enigmática respuesta: “Estoy observando mi reino”. Después de mucho pensarlo, el rey concluyó que este joven no era un tonto insolente, sino un gran sabio, y decidió revelarle su verdadera identidad y pedirle que viniera a pasar la noche en el castillo. Él quería descubrir el secreto de la iluminación de este chico y lograr esta misma experiencia interna de libertad. 

Una vez que se quitó su disfraz en una revelación dramática y triunfalista de su verdadera identidad, el rey fue un tanto sorprendido por la respuesta despreocupada y en apariencia desinteresada del joven. Su incredulidad creció cuando el joven aceptó su invitación a pasar la noche en el castillo sin la menor señal de excitación ni gratitud. 

Sin embargo, complacido de que el chico había aceptado, lo llevó directamente al castillo en el carruaje real y le ofreció la suite más suntuosa del palacio. El joven aceptó. 

Al día siguiente, esperando pasar más tiempo cerca de su nueva fuente de sabiduría, el rey invitó al joven a quedarse una noche más.
 
Él aceptó. Pasó el tiempo y el joven continuó aceptando con indiferencia la generosa hospitalidad del rey. Después de unas semanas, el rey se sintió obligado a ofrecerle un regalo, y el chico aceptó los finos trajes que el rey colocó ante él. 

A medida que el tiempo pasaba, le impaciencia del rey crecía. 

Le había dado lo mejor de todo al chico, ¡pero el joven todavía no le había revelado su secreto! El rey comenzó a resentirse. Empezó a preguntarse si el joven era realmente un sabio, o si sólo estaba aprovechándose de su generosidad. 

Un día, cansado de esperar y receloso de las intenciones del chico, el rey decidió confrontarlo. Se dirigió al dormitorio del joven decidido a preguntarle si todavía estaba observando su reino. Estaba seguro de que el muchacho no estaría haciendo nada por el estilo, y abrió la puerta, con el pecho henchido de orgullo, pasó a hacerle al joven su pregunta. Pero antes de que tuviera tiempo de hablar, vio que el joven estaba mirándolo fijamente con los ojos llenos de serenidad. El joven levantó su mano y dijo, “¡Espera! Sé lo que vas a preguntarme. Has tenido algo para preguntarme desde hace largo tiempo, pero no voy a responder. En vez de eso, quiero que ensillen tus dos mejores caballos. Hoy, iremos a cabalgar.”
 
El rey, mandó a alistar los caballos. Los dos hombres en sus caballos ensillados, y el joven salió, galopando tan rápido que al rey le tomó algunos segundos alcanzarlo. Por días, cabalgaron y cabalgaron por áreas del reino que el monarca nunca antes había visto. Un día, después de muchas semanas, llegaron a una cerca.
 
El joven iba a saltar la cerca con su diestro caballo pero antes de que lo hiciera el rey exclamó: “¡Espera! Yo no puedo cruzar esta cerca.” El joven volteó a mirarlo, sus ojos brillando con alegría e inquisitivo regocijo. “Esta cerca marca el límite de mi reino”, explicó el rey. “Más allá de ella, no tengo nada. Todo lo que soy está en este lado de la cerca. No puedo continuar.” 

“Ésa –respondió el joven– es la diferencia entre tú y yo. Tu reino está contenido en esta cerca, pero el mío está en mi corazón. Lo llevo conmigo donde quiera que voy.” Con eso se dio vuelta, pasando sobre la cerca con un grácil salto y siguió galopando.

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