Cuando
nuestra percepción recupera su natural claridad y revivimos la inocencia
dichosa que teníamos cuando niños, nuevamente experimentamos nuestra verdadera
naturaleza: dicha, paz y silencio.
Al expandir nuestra experiencia interna, empezamos a percibir el
Universo en su verdadera magnificencia, en lugar de ver todo a través de los
conceptos, etiquetas y cajas que hemos adoptado a lo largo de nuestras vidas.
Comenzamos
a relacionarnos y a responder a nuestro entorno desde el profundo silencio que
estamos descubriendo dentro.
Esta conciencia irradia hacia todo, impregnando
cada aspecto de nuestra experiencia humana. Vemos todo más inocentemente, sin
compararlo con lo que ha sido antes.
En lugar de ver el nombre de las cosas,
las vemos como realmente son.
En lugar de ver lo que percibimos como “el
océano”, vemos la inmensidad rugiente y avasalladora de su presencia.
Cuando
comenzamos sentir esto por momentos, aunque el afuera siga teniendo su imán de
atracción, y nos enganchemos en los pensamientos y emociones, comenzamos a
sentir más y más bienestar en este espacio interior y nos invita a cultivarlo,
y crece más y más. Pero a medida que nos anclamos más en la experiencia interna,
resulta cada vez más difícil para las distracciones del intelecto sacarnos de
nuestra experiencia interna de paz.
Esta experiencia nos lleva a sentir, que
el mundo no es como lo habían visto siempre, y este descubrimiento es
impresionante. A medida que tu vieja forma de ver la vida cambia, comienzas a
liberarte de la enmarañada red del intelecto. Te encuentras cortando sin
esfuerzo la rama de tus miedos pasados y de tus dudas sobre el futuro.
Y te
comparto una historia que claramente te transmite este aprendizaje.